domingo, 23 de marzo de 2014


1.

"        - Así que era esto, lo que pasa cuando te rompen el corazón.
          - Ahá.
          - Que te jodan tanto que hasta te duela al respirar hondo.
          - Eso son gases.


Pelayo estaba sentado en un banco de la calle Orense viendo a la gente ir de acá para allá, a su lado un tipo desgarbado, con aspecto de haber salido del peor tugurio de Malasaña, asentía con la cabeza mientras miraba con recelo una mancha de café en su camiseta de los Ramones.
Juntos formaban una imagen poco acorde con el resto de personajes que podía verse a esa hora por la calle Orense, (la mayoría jóvenes embutidos en trajes de chaqueta y corbata de seda): Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, el melenas punk y el tirillas con nombre de antiguo rey Asturiano.

Eran las 12.20 de un Martes y Pelayo no terminaba de entender qué hacían todos esos tíos de traje y corbata andando Orense arriba y abajo, ¿dónde iban? No era la hora de comer, ni si quiera de desayunar (a no ser que uno sea un funcionario, cosa que resultaba incompatible con la juventud y la corbata de la mayoría).

En cualquier caso no iba a ser él quien les reprochase preferir estar andando al cálido sol de Madrid que encerrados frente a sus ordenadores, haciendo lo que se supone que hace la gente de traje y corbata, a fin de cuentas él se malganaba la vida dando largas a su editor y traduciendo textos al inglés en cafeterías.

        - Mira tío, otra de esas niñatas con la dichosa camiseta. Esto empieza a resultar excesivamente doloroso.

Humberto, el tipo desgarbado, ponía cara de asco siempre que se cruzaba con una adolescente con una camiseta de Los Ramones, cosa que, en los últimos meses, había empezado a suceder con demasiada frecuencia como para poder ser justificado por un nuevo retorno del punk. La primera vez que Humberto vio a una chica con una de esas camisetas creyó sentir un flechazo instantáneo hacia lo que consideró una prometedora adolescente de corazón atormentado. Es posible que el culo respingón de la chica hubiese ayudado a ello, pero era realmente el derroche de buen gusto e interés en tiempos mejores lo que había atravesado el corazón de Humberto.
Tres días después se sorprendió enamorándose de nuevo de otra alma punk desubicada en el tiempo y el espacio, puede que algo menos, debido al acné de la chica, pero sin duda ésta merecía también su estima por su interés en un grupo punk del Nueva York de los 80.
La cosa empezó a oler a chamusquina cuando a la semana siguiente se cruzó con otras cinco chicas en distintos sitios con la misma camiseta, eso no era posible, Humberto no podía ir por ahí enamorándose de todas las adolescentes, no habría dado para tanto ni en sus mejores momentos, algo no terminaba de encajar en todo aquello. Que él supiese no había motivo alguno para esa nueva popularidad de los Ramones, no se había lanzado ninguna película ni cabía la posibilidad de que hubiese anunciada una reunión en este plano de la realidad (demasiados Ramones muertos como para obviar el problema metafísico).

Pocos días después fijó la vista en el maniquí de un escaparate de una de las tiendas de Inditex, y lo comprendió todo, allí estaba el origen de todos sus paros cardíacos del último mes, sobre un maniquí sin rostro una camiseta de Los Ramones con el precio marcado de 15’99€, graciosamente conjuntado con unos short vaqueros y unas falsas zapatillas estilo Vans.
Eso hizo que todos las buenas opiniones que Humberto se había estado formando sobre la juventud actual se viniesen abajo y todo se transformase en un conjunto fétido de odio a Inditex, asco hacia las adolescentes víctimas de la moda y, sobretodo, intenso dolor. Ver reducido a “moda a 15’99€” aquello que había ocupado sus días más duros de invierno era algo que no terminaba de digerir. Joey Ramone se habría estremecido en su tumba. Todas esas sensaciones juntas sustituyendo a la fe en la población adolescente.

Bueno, y humillación, eso también.

Desde entonces siempre que se cruzaba con una camiseta de los Ramones caminando sobre una rubia de dieciocho años, Humberto se ponía a negar con la cabeza con un gesto entre resignación, dolor, y asco, diciendo “esto no está bien”.

Por su parte Pelayo pasaba de esos rollos, desde hacía más de ocho meses lo único que ocupaba su mente eran pensamientos alegres. Llevaba saliendo con Ana desde el pasado Agosto y todo le parecía increíblemente feliz, si llovía era una ocasión perfecta para resguardarse en casa con ella, si pisaba una mierda de perro por la calle sólo podía significar buena suerte, si le abollaba el coche un garrulo con su Mercedes su suerte era que al menos había sido un choque estilo gama alta… ese tipo de felicidad absurda y desquiciante propia de los tontos y los enamorados.
Esa felicidad que suena a Dusty Springfield y hace que uno se ponga sustancias en el pelo para peinarse a lo rockabilly, haciendo que algo no cuadre en la foto.
Sin embargo, en los últimos cuatro días algo había empezado a ir muy mal. Pelayo había sido un tipo muy inocente respecto a Ana, tan enamorado estaba que siempre pensó que a ella le sucedía lo mismo… Pelayo era, quizá, demasiado optimista, y su imaginación era muy monógama y enamoradiza, una de esas imaginaciones que sueñan con encontrar otra imaginación, preferiblemente guapa y de nariz menuda, con la que casarse para toda la vida y engendrar pequeñas imaginacioncitas de narices menudas a su vez.

Pues bien, podía decirse que la imaginación de Ana era promiscua y con tacones de aguja.
Ella se había mostrado distante en los últimos días, y finalmente Pelayo había descubierto emails y mensajes en la Blackberry de ella a otro tipo, y eso les había roto el corazón a él y a su imaginación conservadora. De resultas de eso, en los últimos tres días uno había podido cruzarse por Madrid con un antiguo Rey Asturiano de peinado impecable con cara de tener una pena tremenda y una imaginación hecha polvo.

Y eso deja a Pelayo en ese punto, sentado a las doce y veinte de un martes en un banco, peinado como Buddy Holly y mirando caminar a tipos con camisa y corbata, Orense arriba y abajo, esperando el momento en que Ana apareciese para ir a recoger, como cada día, su chai tea latte al Starbucks que hace esquina justo frente al banco en que se encuentra Pelayo El Rockabilly, acompañado de un punk de pelo largo con una mancha de café en su camiseta de Los Ramones.

Tal cual.

Hasta para eso era pringado Pelayo.

Cuatro horas y tres manchas de café después Pelayo por fin vio como aparecía Ana por la esquina del centro comercial, vestía una sobria falda lápiz de color negro y una camiseta blanca, el pelo recogido en una cola de caballo, caminaba por Orense pisando con garbo, animando la vida con el movimiento pendular de su cabello.
A su lado un tipo de aspecto joven caminaba asintiendo a cada cosa que decía, también con traje y corbata, parecía uno más del enorme ejército trajeado que poblaba la calle Orense a esa hora del día.

Cuando Pelayo ya se levantaba dispuesto a enfilar el camino hacia el por qué de sus peinados, de frente, andando en la jungla de corbatas multicolor, una sombra empezó a hacerse cada vez más grande justo sobre Ana, creciendo a velocidad de hiperespacio, como una gran mancha de petróleo expandiéndose hacia todas partes con Ana en su centro.

Algo que no presagiaba nada bueno.

Justo cuando Pelayo empezaba a dar el tercer paso la sombra dejó de crecer: un piano de cola caía justo en el punto de la calle Orense donde, unos instantes antes, estaba Ana con su falda de tubo y su cola pendular, que ahora aparecía extendida bajo el cuerpo del enorme piano, mientras el joven acorbatado miraba con la boca abierta y dos señoras empezaban a gritar “¡la ha matado!”.

El cuerpo inerte de Ana apenas se veía, pero uno podía adivinar que había terminado bastante desfigurada.

        - Venga hombre, no me jodas.

Y Pelayo ya no dijo nada más ni dio el paso número cuatro.

***  "



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